Bajo el tintineo apresurado de unas teclas enamoradizas, un joven mestizo afanoso parece seguir la brega amatoria bajo una conversación cuyos ritmos parecen descubrir un nuevo mensaje y un nuevo compás. Tukutún. Al costado de él, una chica sentada, incómoda, escucha suspirosa el video de una balada de Mirian Hernández mientras tararea unos coros desafinados que ella no puede escuchar porque tiene unos audífonos puestos que esconden por completo sus orejas. En un local pequeño de incontables rejas, se encuentra una chica de sonrisa aprendida en el mostrador que me llama con la mirada. Es Mary, me dice que debo esperar porque no hay lugar para mí.
Achinada, de pómulos salientes y de mirada vivaz, tengo el presentimiento de que es charapa.
- ¿Cuánto está la hora?
- Un sol cincuenta, joven.
Creo que he adivinado bien. Le descubro cierto ritmo pausado y tosco al hablar, simpático para un capitalino como yo, y le digo tímidamente, lo suficiente para caerle bien, que es “de la selva su encanto”. Un atrevimiento al cual no estoy acostumbrado, y que me ha costado algo de nerviosismo que he logrado esconder. Hoy, sin embargo, extrañamente, esta frase aprendida, más que nada debido a su timidez, ha logrado cierto efecto. Ella ha bajado la mirada, no ha dicho nada, y solo se ha limitado a sonreír nerviosamente.
Pero debo esperar a que salga alguien. Solo cinco minutitos, joven, que no hay cabina, me ha dicho.
- ¿De qué parte de la selva eres?, le pregunto, y ella me dice que de un pueblito cerca de Iquitos llamado Santo Tomás. Al mismo tiempo que termina de responderme observa su cuaderno y le avisa al chico mestizo de cabellos hirsutos que solo le quedan 10 minutos para que terminen sus conversaciones amorosas.
Mary tiene 22 años y trabaja en una cabina de Internet en Los Olivos, de esas que abundan por todo Lima. Ella, al igual que tantas chicas que atienden en las cabinas de la capital, es una chica que ha venido de provincia, que tiene su familia, su mamá, su papá, sus hermanos, en el monte o en la sierra, porque no, no, ninguna chica de la capital trabajaría de martes a domingo, 6 días, desde las 8 de la mañana hasta las 11 de la noche y por solo 500 nuevos soles, aun menos del inhumano sueldo mínimo.
Mary se ha tapado nuevamente la sonrisa inocente con las manos. Manos descuidadas y moldeadas a su antojo por la inclemencia del frío limeño, pero que son todavía las mismas manos firmes y fuertes que se forjaron a punta de trabajo. Las mismas que la acompañaron desde que tenía 10 años, vendiendo junto a su madre, tacachos y cecina para ayudar a mantener a sus otras dos hermanitas, porque su papá descubrió un día que no amaba a su madre y entonces decidió desaparecer entre la inmensidad selvática para no volver jamás.
Fueron sus mismas manos fuertes y firmes las que evitaron que su dignidad y su honra se vean mancilladas por su padrino primero en San Tomás, y luego por su primer patrón cuando trabajó de empleada doméstica en Lima, a los 14 años. Porque el patrón le había revelado que era “una charapa” y le sugirió que seguramente le gustaría experimentar el placer del calor de la carne. Al final, el sexagenario experimentó el calor, pero el calor ardiente de su mano derecha fuerte y maciza, como el tronco de la ceiba, porque el anciano había entendido mal lo que se hablaba acerca de las chicas de la selva. Porque ella era una charapa a mucho orgullo, pero que de ninguna manera era una chica fácil.
Esa misma verdad también la descubrió su segundo patrón, que fue también el último. Entonces, decidió que ya no trabajaría más en casa como empleada del hogar, pues su anatomía, la transparencia y la alegría de su alma podrían confundir a los patrones y caer en antipatía a sus patronas, luego decidió buscar trabajo y solo encontró esto. Una fría, húmeda y apretada cabina de Internet. Tendría que estar sentada casi 15 horas diarias, en una oficina de apenas 50 metros cuadrados, ella que tenía todo el río Amazonas para ella solita.
A Mary le gustaría regresar a Santo Tomás, y no volver jamás. Pero la situación allá está peor. Así que solo debe esperar unos mesecitos, falta poco para diciembre, para pasar la Navidad allá con su madre, como todos los años.
Para eso juntaba el escaso dinero que ella podría reunir y poder comprar un atado de ropa para su mamá y sus hermanitas, en el Mercado Central de Lima, porque allí es más barato y regalárselas cuando esté allá en Navidad. Luego iría al día siguiente de Navidad a pasarla con sus demás tías y tíos en la laguna de Quistococha, para tomar uvachado y comer tacaños y cecinas, y recordar los viejos tiempos porque nunca hubo tiempos mejores.
Pero ahora no, por ahora el sueño se acabo. Ahora debe continuar su trabajo tortuoso y negrero de atender en un hueco de Los Olivos, todos los días. Por el momento, solo puede soñar con Navidad y salir algún día de la pobreza en la que según el INEI, el Instituto Nacional de Estadística, se encuentra el 46% de la población y reduciéndose. Pero sin estudios más que el tercer año de secundaria, seguramente no conseguirá ganar más que el sueldo mínimo y ser explotada por alguna empresa usurera o por algún empresario impetuoso, que busque la mayor ganancia y al menor costo.
Pero a nadie se le puede quitar los sueños. Entonces Mary sueña y mucho, porque además es gratis. Sueña que será una persona con un negocio propio, que tendrá una juguería, donde vendería todos los jugos de las frutas que solo existen en la selva y de todos los platos como el tacacho o la cecina, como los que vendía junto a su mama cuando era niña.
Entonces Mary suspira y vuelve a su realidad, un pequeño cubículo desde donde atiende y nos dice que ya podemos utilizar una máquina, la única que esta disponible, como su sonrisa agradable y tierna que parece que nos hubiera revelado lo mejor de su ser. Tukutún.